domingo, 25 de julio de 2010

Prisioneros de la vista

Desierta. Así estaba la rambla de las flores a las nueve menos cuarto de la mañana. El poco ambiente hacía que la temperatura pareciese todavía mas baja. Un frío glacial me invadía sin piedad y, ni siquiera mi anorak de plumas, era capaz de abstraerme de las fuertes y gélidas ráfagas de viento. Las paradas de la rambla seguían cerradas, parecía que ni las flores ni los animales estuviesen dispuestos a pasar el mismo frío que yo. Con esas temperaturas, me sorprendió menos que, durante mi trayecto desde Plaza Catalunya hacia La Boqueria, me encontrara solamente con un par de turistas.

Llegué a las puertas de La Boqueria completamente helado. Pensé que en el mercado haría algo más de calor o que tendrían un sofisticado e ingenioso sistema de calefacción, pero me equivocaba. Me quedé petrificado cuando me adentré en el mercado de Sant Josep, no solo por el frío, sino por toda su dimensión. Era impresionante. El recinto estaba lleno de vida, lejos de ser el típico mercado de barrio, su constante flujo se asemejaba más a una gran superficie que a lo que realmente era, un mercado popular. Todo el mundo estaba en un vaivén continuo. De hecho, y a pesar de los pocos segundos que permanecí parado, mientras observaba la grandeza de las paradas, me convertí, momentáneamente, en un stop para los suministradores, que vivían en un no parar. Iban de aquí para allá con sus carritos y sus cajas. Desde pescado congelado hasta fruta. Me llevé alguna que otra reprimenda de los pequeños transportistas. Supongo que sería una reprimenda, aunque no acerté a comprender lo que me dijo el suministrador, ya que era magrebí y se dirigió a mí en su lengua. Aprendí la lección, y nadie me volvió a atropellar durante mi visita al mercado.




La gran parte de fruterías, vivía justo a mano izquierda de la entrada del mercado. Permanecí varios minutos contemplando los particulares castillos de naipes, hechos con frutas y verduras en lugar de las tradicionales cartas. Pensaba en la cantidad de tiempo y trabajo que habrían invertido los vendedores en cohesionar los frutos. Más que una frutería, aquello parecía un museo de arte, y es que los productos no eran verduras o frutas, eran verdaderas esculturas.

Mi temperatura corporal siguió bajando, pues la mayoría de fruterías, te vendían vasitos de zumo de distintos sabores. Hasta ahí todo iba bien, el problema venía cuando veías dónde reposaban los vasos, sobre una capa de hielo de unos cinco centímetros. Un escalofrío recorrió mi cuerpo, como rechazando la invitación de la frutera a probar el gélido caldo de frutas.

Seguí mi paseo por el mercado y llegué hasta el corazón de este. Las carnicerías, hueverías y pescaderías copaban el centro del recinto. Había visto huevos de todos los tamaños y colores, pero nunca un huevo de avestruz. Creía que era de juguete o decorativo, en ningún caso podía ser real. Sin embargo, con el paso por las distintas hueverías, se fue confirmando que los huevos eran, realmente, de avestruz.

Las carnicerías no lograron captar mi atención, no había en ellas nada que a mi me pudiera parecer sorprendente, quizá porque he visitado ya algún matadero de cerdos. Todo lo que vi me pareció normal.

Las pescaderías alimentaron mi sensación de hambre. Atunes, bacalao, sardinas, calamares y sobre todo mero. El pescado aparentaba cierta frescura, inusual en las pescaderías de mi población. El atún tenía pinta de ser escandalosamente bueno. Decidí evitar las pescaderías, que no desprendían el típico olor a pescado rancio, para olvidar mi hambre y me dirigí hacia el final del mercado.

En el fondo encontré dos tiendas peculiares, una de setas y otra de frutos secos. No soy ningún experto en setas, pero estoy seguro de que el tenderete debía de tener prácticamente todas las especies adquiribles de Catalunya. Al lado de la parada de setas había una de frutos secos. Era increíble la cantidad de productos distintos que poseía en su interior. Tenías la posibilidad de crear tus propios revueltos. Me pareció una idea excelente, podías evitar así comerte el típico revuelto de frutos secos del Carrefour, que alguien hace para ti, sin tener en cuenta que no te gustan las pasas.

Mientras pensaba cuál sería mi revuelto ideal, llegó a mí un aroma a chocolate que me hizo prisionero. Alcé la vista y contemplé la existencia de una parada dedicaba exclusivamente al chocolate. Bombones, tabletas, y un montón de artilugios comestibles hechos a base de cacao. El sueño de cualquier niño hecho realidad. Pasé un par de minutos pegado al cristal del mostrador, sin quitarle ojo de encima a todo lo que había allí dentro. Por desgracia, mis tripas rugieron, entendí que era el momento de olvidar todo aquello y desaparecer del mercado.


Salí a la calle de nuevo y el frío volvió a atraparme. Subí por las ramblas, donde ya habían abierto las paradas de las flores, y los pájaros canturreaban sin cesar. De camino a la facultad intentaba olvidar el mercado de La Boqueria, pero mis ojos, mi vista, me lo impedían… Mi mente seguía de pie ante esa parada chocolateada…

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