domingo, 25 de julio de 2010

El pisotón (Mini relato)

El reloj de Ignacio marcaba las nueve menos cinco cuando el tranvía se detuvo al final del Paseo de Gracia. El joven, de familia aburguesada, cogió su cartera y se dispuso a salir del vehículo. La nube de pasajeros que inundaba el pasillo hacía que la tarea del muchacho fuera harto difícil. Tras maldecir en voz baja a toda esa multitud el joven logró escapar de las garras de la muchedumbre y puso pie a tierra. Llegó a Plaza Cataluña, pero en lugar de cruzarla en diagonal, decidió rodearla, había demasiada gente en el centro y prefería pasar desapercibido.

Con paso rápido y mirada perdida dio la vuelta a la plaza y llegó a su destino, Calle de Pelayo. Después de andar unos cientos de metros vio un número cuatro reluciente en lo alto de una de las porterías. Aquel era el primer día que el joven iba a clases de francés, y decidió, con la intención de no montar ningún escándalo, esperar a que llegara otra persona para entrar en el edificio, pues no le gustaba que el frío sonido de los timbres delatara su llegada.

Se sentó a esperar en las frías baldosas del rellano mientras hojeaba su ejemplar de La Vanguardia. Al poco tiempo llegó un señor de unos cuarenta años ataviado con un traje negro. Sobre su cabeza reposaba un bombín y su mano derecha estaba ocupada soportando el peso de una cartera. El hombre fue a abrir la puerta y pisó a Ignacio de manera involuntaria.

—¡Le ruego que me disculpe, caballero, no le había visto! —exclamó el hombre del bombín—. Ignacio aceptó las disculpas y aprovechó para confirmar si la Academia Hispano-Francesa tenía su sede allí. Tras contrastar la información el muchacho decidió seguir la estela del que sería su profesor de lengua francesa. Se levantó con disimulo y antes de que la puerta se hubiera cerrado se encontraba ya en el interior del portal. Nada más entrar vio como la sombra del maestro desaparecía por una de las puertas del corredor y fue en su búsqueda. Al entrar por la puerta, que segundos antes había atravesado el señor del bombín, el joven se encontró ante un enorme corredor repleto de salas a ambos lados del mismo. El muchacho se asomó por la primera puerta y al ver la cantidad de alumnos que había en el aula, profirió una blasfemia para sus adentros. Su mirada recorrió toda la clase hasta que sus ojos se detuvieron en el hombre del bombín. Permanecía de pie sobre una tarima y con un libro de texto en la mano. Viendo que la clase iba a comenzar de un momento a otro, se decidió a entrar, eso sí, por la puerta trasera, pues no quería que se fijaran en él.

Se sentó con sigilo en un pupitre de la última fila, aislado del resto de sus compañeros que no prestaron atención a su llegada. Durante la clase, el chico no se relacionó con sus colegas y tampoco respondió a las preguntas que iba haciendo el maestro. Cuando este acabó de explicar la lección del día, se dispuso a pasar lista, para comprobar que todos los matriculados habían asistido a clase. Se dijeron varios nombres hasta que llegó el del joven.
—¡Ignacio Herrero! —pronunció en voz alta el profesor—. Pero nadie respondía a ese nombre. Al cabo de unos segundos, el muchacho levantó el brazo dubitativamente pero el profesor no pareció verlo y lamentó públicamente la ausencia del alumno. Extrañado, el muchacho esperó al profesor con la intención de comunicarle que si que había asistido a la clase, pero cuando se puso en frente de la mesa del maestro, este ni se inmutó; siguió recogiendo sus enseres y salió de la sala con total naturalidad, como si fuera el último en abandonarla. Ignacio se quedó anonadado y tardó varios minutos en volver en sí. El profesor le había ignorado con tal descaro que superaba incluso la barrera de la mala educación. Pensando que quizá el hombre del bombín tenía un mal día, salió de camino a casa sin darle más importancia.
Se bajó del tranvía al final de la calle de Salmerón y se adentró en el barrio de Gracia, pues vivía con sus padres allí.

El joven se dispuso a cruzar la calle de Pérez Galdós y vio como, a lo lejos, se acercaba un ciclista. “Ya parará” pensó Ignacio. Sin embargo, el ciclista no redujo la marcha e Ignacio se vio obligado a echarse a un lado de la calzada para que no le arrollara. En cuanto se recuperó del susto se puso a vociferar y a proferir un sinfín de insultos hacia el ciclista, pero este no giro la cabeza.

Indignado con el día que llevaba, así llegó Ignacio a su casa. Mientras subía las escaleras decidió que lo mejor que podía hacer era irse a dormir. Al entrar en casa vio a su madre en la cocina, acabando de preparar la comida.
—¡No hace falta que me aparte plato, madre. Hoy no me apetece comer! —le dijo camino de su habitación—. A pesar de que no obtuvo contestación alguna, cerró la puerta de su cámara de un portazo y, intentando olvidar todo lo que el día le había deparado, levantó la colcha con energía y se sumergió entre las blancas sábanas, deseoso de que su suerte cambiara.

Unos gritos desesperados despertaron a Ignacio de su placentero sueño. Asustado, salió al salón para averiguar que estaba ocurriendo. Allí había una pareja de guardias civiles junto a sus padres. Los gritos eran de su madre que parecía estar en estado de shock. El muchacho se acercó y comenzó a preguntar con nerviosismo qué era lo que pasaba pero nadie le contestaba. Su padre, que había regresado ya del trabajo, no paraba de dar vueltas de un lado a otro del salón. —Entendemos su situación, señores Herrero, y haremos todo lo que podamos por encontrar a su hijo. No se preocupen que seguro que aparece. —dijo uno de los agentes—.

Todo aquello le sonó a broma a Ignacio, que comenzó desesperadamente a hacer aspavientos y a intentar llamar la atención de los presentes en la sala. Sin embargo, nadie parecía ver al joven que cada vez estaba más tenso. Mientras tanto, los agentes se habían marchado de la casa de los Herrero con la denuncia de la desaparición del chico bajo el brazo.

La impotencia se había apoderado del muchacho y ya no le bastaba con chillar para intentar captar la atención de sus familiares. Cogió el jarrón de porcelana que había en la estantería y lo lanzó al suelo con todas sus fuerzas mientras cerraba los ojos para suavizar el estruendo.

A pesar de la violencia con la que había lanzado el recipiente no sonó nada…. El joven miró al suelo y acto seguido subió la mirada hacia sus manos. Juró haber cogido aquella vasija pero para comprobarlo dio medio vuelta y le echó un vistazo a la estantería… Era increíble pero allí seguía el jarrón. Volvió a coger el objeto y repitió la misma operación unas cuantas veces pero nada se rompía… Su rostro estaba cada vez más pálido y su cuerpo de adolescente no paraba de temblar. Al cabo de un buen rato se dio cuenta de que sus manos no cogían la porcelana… la traspasaban… Acongojado, el muchacho comenzó a comprender lo que le estaba pasando y entendió algunos de los acontecimientos que le habían sucedido aquel día. Era ya demasiado tarde para cambiar las cosas…Apenas veía ya la punta de sus zapatos… Los mismos que había pisoteado su profesor de francés… Fuera de sí, corrió al servicio con la intención de contemplar su rostro en el espejo…Pero cuando contempló el cristal no vio más que las cortinas que tapaban la ducha…

No hay comentarios:

Publicar un comentario