sábado, 25 de febrero de 2012

Dos métodos y un único fin

Un burro. Ese es el recuerdo que tengo de la literatura que aprendí en el colegio. Me explicaron todos los autores habidos y por haber en la historia de España y de Catalunya, pero mi memoria se quedó con ese animal servicial aunque algo falto de luces. Evidentemente, el burro me viene a la cabeza por la obra de Juan Ramón Jiménez Platero y yo, que leí de forma voluntaria en tercero de ESO. Todo comenzó cuando me tocó exponer en clase la vida y obra del escritor onubense. Aprovechando que tenía el libro por casa, me lo leí para subir medio punto en la nota final del trimestre. La verdad es que no me enteré de mucho. Sé que había un burro y poco más. Sin embargo, el método de incentivar la lectura sin obligar a ella siempre me pareció estupendo. De un listado de obras, el profesor te daba la posibilidad de seleccionar la que quisieras y de subir medio punto si respondías con atino en un examen oral posterior a la lectura.




Otro método, que en mi caso se demostró menos efectivo, era el que empleaba el profesor de catalán. Nos obligaba a memorizar las biografías de los autores que, tras el examen, no tenían ningún tipo de utilidad. Es cierto que en algún momento de mi corta historia supe la vida, obra y milagros de autores como Víctor Català, Josep Carner, Joan Salvat-Papasseit o Salvador Espriu. No obstante, cuando pasaba la fatídica fecha del control, mi cerebro hacía borrón y cuenta nueva.

Mi aprendizaje literario finalizó el pasado año en la facultad, cuando cursé historia de la literatura. Nunca podré estar más de acuerdo con una de las afirmaciones del profesor. “Lo peor que puede hacer un profesor de literatura es obligar a leer”. La teoría la tenía bien interiorizada, pero la práctica era muy diferente. Me tocó leerme Combray, de Marcel Proust, sin rechistar. A día de hoy puedo afirmar que se trata de uno de los libros más aburridos y anodinos que he leído en mi vida.

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