miércoles, 11 de mayo de 2011

Ego innato

No conozco a nadie, salvo Espinàs, que le guste que alguien edite sus textos. Según el escritor, la mejor editora que ha tenido nunca es Isabel Martí, que se ha ganado ese honor gracias a editar en parte sus escritos con algún que otro comentario o aportación para mejorarlos. Me sorprende bastante porque concibo al editor como una especie de censor, encargado de decidir qué se publica y qué no. Su figura va contra el ego de uno mismo y de eso, los escritores, ególatras por naturaleza, saben un rato. Lo normal cuando uno escribe y corrige un texto es estar orgulloso del trabajo realizado y cuesta horrores asimilar críticas de otras personas que quizá no saben ni nuestra intención al escribirlo ni nuestro fin al hacerlo de una determinada manera.

Es evidente que el ego depende, en parte, de la personalidad y el carácter del escritor o el periodista, pero creo que hay un porcentaje que se escapa a la forma de ser de cada uno y que constituye una de las características innatas de la profesión. El amor a la obra concebida, el respeto por un trabajo propio, en definitiva, la estima de nuestro fruto que tanto esfuerzo nos ha costado realizar, contribuyen a alimentar el ego del escritor. No me considero un ególatra pero me molesta horrores que mi obra no se haga respetar, que el fruto de mi trabajo sea ninguneado y editado al gusto de alguien que es ajeno a mí. No digo con esto que no acepte las críticas, que las acepto y si veo que son sensatas, las transformo en mejoras para mis textos, sin embargo, siempre me queda ese puntito de un no sé qué que hace que me duela ver mi texto modificado por alguien ajeno a mí.

En mi calidad de becario de ABC, donde estoy realizando las prácticas, redacté un artículo hace un par de semanas sobre la regulación de las estatuas de La Rambla y la nueva situación de los mimos en el paseo. Me fui a casa tarde, satisfecho y cansado después de darle mil y una vueltas al titular con la sensación de haber hecho un buen trabajo. Al día siguiente, mientras trataba de digerir el zumo de naranja y el croissant de chocolate, casi me atraganto al leer el titular de mi texto. Mi tutor lo había modificado por completo. En ese momento me pasaron muchas cosas por la cabeza, pero una de las que vino a mi mente fue el pensamiento de Espinàs. Entiendo que agradezca que hasta cierto punto alguien sea capaz de criticarle o de plantearle mejoras en sus obras, pero al menos el escritor debe tener la potestad para decidir si decide aplicarlas o no. El trabajo intelectual también tiene dueño y los encargados de realizarlo deben gozar de un respeto por parte de los editores, que, al fin y al cabo, se dedican a exprimir la cabeza de los intelectuales con la única intención de obtener dinero ‘líquido’. El artista de la pluma debe saber defender sus ideas y sus pensamientos, en definitiva, su obra, que para eso es el autor y para eso existe la firma, para distinguirse de los demás.

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