viernes, 25 de febrero de 2011

Ducha de masas

Era media mañana cuando un taxi se detuvo ante el número 7 de la calle de la España Industrial. De su interior salió un matrimonio anciano, que a duras penas podía andar, y su hijo, que hacía las veces de acompañante. Mientras se dirigían hacia la entrada del antiguo edificio, el anciano empezó a buscar con ahínco en su cartera algo que parecía no encontrar. Con algún que otro problema por su reducida movilidad, ascendieron por unas turbias y transitadas escaleras y llegaron al principal, donde se encuentra la sede del PSC en el barrio obrero de Sants. Tras entrar en el local se colocaron escrupulosamente en una fila que, por sus componentes, parecía del imserso. Al final de la acumulación de ancianos había una mesa con cinco interventores serios y ávidos de documentación. Un par de urnas presidían la mesa; Simpatizantes y Militantes, rezaba cada una de ellas. El ambiente había pasado de ser hostil, en la fachada había manchas de pintura roja fruto de algún acto vandálico, a ser alegre y jovial. Los abuelos y abuelas, con ElPeriódico en mano no paraban de charlar distendidamente, tanto, que en más de una ocasión hubieron de llamar la atención los interventores porque aquello parecía más el hogar social del jubilado que unas primarias. Pero ellos erre que erre, a lo suyo. Iban y venían, sin prisa pero sin pausa. La cola discurría con cierta fluidez hasta que un Volkswagen negro se paró justo donde antes se había detenido el taxi. De él bajó el todavía alcalde, Jordi Hereu. Vestido con un austero traje gris, una camisa oscura y sin corbata, el aspirante a alcaldable de Barcelona daba el pego en el barrio obrero. Hereu entró en la sala y toda la fila se giró hacia él. Los últimos fueron entonces los primeros. Los primeros en agasajarlo, en animarlo, en felicitarlo, en hacerse fotos y en comentarle sus ideas, sus proyectos, sus sueños. Entre aquellos ancianos Hereu se dio un baño de masas, más bien una ducha, porque solo estuvo quince minutos en el local de Sants. Cuando se cansó de recibir los halagos, sabedor de que aquel feudo no se le escaparía de las manos, salió con caminar tranquilo junto a su mujer y se dirigió de nuevo al coche, escoltado por sus agentes de seguridad. Con su éxodo volvió la calma a la sede socialista y la fila giró de nuevo para prestarle atención a las urnas. Los primeros volvieron a ser los últimos. Poco después un matrimonio mayor bajaba las escaleras con ayuda de sus bastones y la compañía de su hijo. El anciano sacó su cartera y metió en ella el carné de militante socialista, que antes buscaba desesperadamente. Subieron al mismo taxi que apenas veinte minutos antes les había dejado allí y, como si no hubiera pasado nada, desaparecieron por la transitada calle de Sants.

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